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Anticipo: ¿Podemos criticar a Foucault?

Por Ballast 13 de marzo de 2018

Entrevista a Daniel Zamora a propósito de la publicación de Critiquer Foucault, de próxima aparición en nuestro sello bajo el título Foucault y el neoliberalismo.

 

En el libro “Foucault, su pensamiento, su persona”, Paul Veyne, amigo de Foucault, lo describe como inclasificable, política y filosóficamente: “No creía ni en Marx ni en Freud, ni en la revolución ni en Mao, se reía por lo bajo de los sentimientos progresistas, y no conocí de él posición principista alguna sobre los vastos problemas del Tercer Mundo, consumismo, capitalismo, imperialismo norteamericano”. Usted escribe que él siempre estuvo “un paso por delante de sus contemporáneos”. ¿A qué se refiere con eso?

Hay que decir que Foucault innegablemente puso el foco sobre tópicos que eran claramente ignorados, incluso marginalizados, por los académicos dominantes de su época. Ya sea en psiquiatría, las prisiones, o la sexualidad, sus trabajos marcaron un gran terreno intelectual. Por supuesto que fue parte de una época, de un contexto social mucho más amplio, y que no fue el primero en trabajar sobre estas cuestiones. Estos tópicos estaban surgiendo en todos lados y se convirtieron en objetos de significancia social y de movimientos políticos.

En Italia, por ejemplo, el movimiento anti psiquiatría iniciado por Franco Basaglia no tuvo que esperar a que Foucault cuestionara a los sanatorios mentales para formular propuestas políticas estimulantes de su propio cuño para reemplazar a esa institución. Así que es claro que Foucault no originó todos esos movimientos – nunca proclamó haberlo hecho- pero claramente abrió la senda para un gran número de historiadores y académicos que trabajaban en estos nuevos tópicos, nuevos territorios que habían sido poco explorados.

Él nos enseñó a siempre cuestionar políticamente a las cosas que para ese tiempo parecían “más allá” de toda sospecha. Aún recuerdo su famosa discusión con Chomsky, donde declaró que la verdadera tarea política bajo su mirada era criticar a las instituciones que eran “aparentemente neutrales e independientes”, y atacarlas “de un modo tal que la borrosa violencia política dentro de ellas fuera desenmascarada”.

Puedo tener algunas dudas sobre la naturaleza de sus críticas – estoy seguro de que volveremos a ellas – pero fue sin duda alguna un proyecto extremadamente novedoso y estimulante.

Haciendo compatible a Foucault con el neoliberalismo, su libro podría causar muchas molestias.

Eso espero. Ese es básicamente el punto del libro. Quería romper con la imagen demasiado consensuada de Foucault como alguien que se opuso totalmente al neoliberalismo hacia el fin de su vida. Desde ese punto de vista, creo que las interpretaciones tradiciones de sus obras tardías son erróneas, o al menos evaden parte del problema. Foucault se está volviendo algo así como una figura intocable dentro de la izquierda radical. Las críticas contra él son tímidas, por decir lo menos.

Esta cobertura es sorprendente porque incluso yo estuve asombrando por la indulgencia que Foucault muestra al neoliberalismo cuando me sumergí en los textos. No solamente sus conferencias en el College de France, sino también numerosos artículos y entrevistas, todas ellas accesibles.

Foucault estuvo altamente atraído al liberalismo económico: él vio allí la posibilidad de una forma de gubernamentabilidad  que era mucho menos normativa y autoritaria que la de la izquierda socialista y comunista, a la que él veía como totalmente obsoleta. Él vio especialmente en el neoliberalismo una forma de política “mucho menos burocrática” y “mucho menos disciplinaria” que aquella ofrecida por el estado de bienestar de la posguerra.  Él parecía imaginar un neoliberalismo que no proyectara sus modelos antropológicos en el individuo, que pudiera ofrecer a los individuos una mayor autonomía de cara al estado.

Foucault parece, en ese entonces, a finales de los 70s, moverse hacia la “segunda izquierda”, esa tendencia minoritaria pero intelectualmente influyente del socialismo francés, junto con figuras como Pierre Rosanvallon, cuyos escritos Foucault apreciaba. Él encontraba bastante seductor este antiestatismo y este deseo de “de-estatizar la sociedad francesa”.

Incluso Colin Gordon, uno de los principales traductores y comentaristas de Foucault en el mundo anglosajón, no tiene problemas en admitir que él ve en Foucault algo como un precursor de la Tercera Vía de Blair, incorporando estrategia neoliberal dentro del corpus socialdemócrata.

Al mismo tiempo, su libro no es ni una denuncia ni una indagación acusatoria. Como dijo antes, usted reconoce la calidad de su trabajo.

¡Por supuesto! Estoy fascinado por el personaje y por su trabajo. A mi parecer es precioso.  También aprecio enormemente el recientemente publicado trabajo de Geoffroy de Lagasnerie, “La derniere leçon de Michel Foucault” (“La última lección de Michel Foucault”). En última instancia, su libro es como la otra cara de la moneda de nuestro libro, puesto que ve en Foucault un deseo de usar el neoliberalismo para reinventar a la Izquierda. Nuestra perspectiva es que él lo usa como más que sólo una herramienta: él adopta la visión neoliberal para criticar a la izquierda.

Aun así, Lagasnerie subraya un punto que a mi parecer es esencial y apunta al corazón de muchos problemas de la izquierda crítica: él señala que Foucault fue uno de los primeros que de verdad tomó los textos neoliberales en serio y los leyó rigurosamente. Antes de él, aquellos productos intelecutales fueron generalmente rechazados, percibidos como simple propaganda. Para Lagasnerie, Foucault desmontó la barrera simbólica que había sido construida por la izquierda intelectual en contra de la tradición neoliberal.

Aislado en el sectarismo usual del mundo académico, ninguna lectura estimulante ha sido hecha en la que se tomen en consideración los argumentos de Friedrich Hayek, Gary Becker o Milton Friedman. Sobre este punto, uno solamente puede estar de acuerdo con Lagasnerie: Foucault nos permitió leer y entender a estos autores, descubrir en ellos un corpus de pensamiento complejo y estimulante. Es indiscutible que Foucault se esforzó siempre para analizar corpus teóricos de horizontes bastante amplios y diferentes, y para cuestionar constantemente sus propias ideas.

La izquierda intelectual lamentablemente no ha conseguido hacer lo mismo. Frecuentemente se ha quedado atrapada en una actitud de “escuela”, rehusándose a priori a considerar o debatir ideas y tradiciones que nacen de diferentes premisas que las suyas. Es una actitud muy dañina. Uno se encuentra a si mismo lidiando con gente que prácticamente nunca ha leído a los intelectuales fundadores de la ideología política que se supone están atacando. Su conocimiento está limitado a unos pocos lugares comunes.

En su libro, usted refuta su visión de la seguridad social y la redistribución de la riqueza. ¿Podría decirnos algo acerca de eso?

Es prácticamente un tema no explorado dentro del inmenso corpus de los “foucaultianos”. A decir verdad, no creí que estaría trabajando este tema cuando estaba ideando la estructura del libro. Mi interés en la seguridad social no estaba originalmente conectado a Foucault de forma directa, pero mi investigación en el tema me llevó a pensar cómo a través de los pasados 40 años hemos pasado de una política dirigida a combatir la inequidad, basada en la seguridad social, a una política dirigida a combatir la pobreza, crecientemente organizada alrededor de repartos específicos de presupuesto y poblaciones objetivo.

Pero ir de un objetivo al otro transforma completamente el concepto de justicia social. Combatir las desigualdades (y buscar reducir la disparidad absoluta) es muy diferente de combatir la pobreza (y buscar ofrecer un mínimo a los menos favorecidos).  Llevar a cabo esta pequeña revolución requirió años de trabajo deslegitimando la seguridad social y las instituciones de la clase trabajadora.

Fue mientras leía detenidamente los textos del Foucault “tardío” (de finales de los 70 e inicios de los 80) que me di cuenta que él mismo tomó parte plenamente en esta operación. Así, él no sólo retó a la seguridad social, sino que también fue seducido por la alternativa de los impuestos negativos a la renta propuestos por Milton Friedman en ese periodo. A su parecer, los mecanismos de asistencia social y seguro social, los que ponía al mismo nivel que la prisión, las barracas, o la escuela, eran instituciones indispensables “para el ejercicio del poder en las sociedades modernas”.

Es también interesante notar que en la obra central de Francois Ewald, él no duda en escribir que “el estado de bienestar cumple el sueño del ‘biopoder’”. ¡Ni menos! [Ewald fue el discípulo y asistente de Foucault, ahora un intelectual alienado con la industria de seguros de Francia y el Medef, la principal federación de empresas de Francia].

Dados los muchos defectos de clásico sistema de seguridad social, Foucault estaba interesando en reemplazarlo con un impuesto negativo a la renta. La idea es relativamente simple: el estado le paga un beneficio a cualquiera que se encuentre debajo de cierto nivel de ingreso.  La meta es organizar las cosas de tal modo que sin necesitar demasiada administración pública, nadie se hallará bajo el nivel mínimo.

En Francia este debate empieza a aparecer en 1974, con el libro  de Lionel Stoleru “Vaincre la pauvreté dans les pays riches” (“Conquistando la pobreza en los países ricos”). También es interesante notar que Foucault mismo se reunión con Stoleru varias veces cuando Stoleru era asesor técnico en el staff de Valery Giscard D’Estaing. Un argumento importante recorre su trabajo y directamente atrajo la atención de Foucault: en el espíritu de Friedman, marca una distinción entre una política que busca la igualdad (el socialismo) y una política que simplemente quiere eliminar la pobreza sin retar las desigualdades (liberalismo).

Para Stoleru, cito, “las doctrinas… pueden llevarnos o a una política dirigida a eliminar la pobreza o a una política que busca limitar la brecha entre ricos y pobres”. Es lo que él llama “la frontera entre pobreza absoluta y pobreza relativa”. La primera se refiere simplemente a un nivel arbitrariamente determinado (al que se dirige el impuesto negativo a la renta) y la otra a disparidades generales entre individuos (a las que se dirigen la seguridad social y el estado de bienestar).

A decir de  Stoleru, “la economía de mercado es capaz de asimilar acciones para combatir la pobreza absoluta” pero “es incapaz de hacerlo sobre fuertes medidas contra la pobreza relativa”. Es por eso, señala, que cree que “la distinción entre pobreza absoluta y pobreza relativa es de hecho la distinción entre capitalismo y socialismo”. Así, lo que está en juego cuando se pasa de una a otra es un tema político: la aceptación del capitalismo como la forma económica dominante, o su rechazo.

Desde ese punto de vista, el poco asolapado entusiasmo de Foucault por la propuesta de Stoleru era parte de un movimiento más grande, que iba a la par con el declive de la filosofía igualitaria de la seguridad social en favor de una lucha contra la “pobreza” bastante más orientada al libre mercado. En otras palabras, y por más sorprendente que parezca, la lucha contra la pobreza, lejos de limitar los efectos de los programas neoliberales, en realidad ha militado para su hegemonía política.

Así que no es sorprendente ver que las grandes fortunas del mundo, como las de Bill Gates o George Soros, se embarcan en esta lucha contra la pobreza incluso cuando apoyan, sin ninguna contradicción aparente, la liberalización de servicios públicos, la destrucción de todos estos mecanismos de redistribución de la riqueza, y las “virtudes” del neoliberalismo.

Combatir la pobreza de ese modo permite la inclusión de cuestiones sociales en la agenda política sin tener que pelear en contra de la desigualdad y los mecanismos estructurales que la producen. Así que esta evolución ha sido parte central del neoliberalismo, y el objetivo de mi libro es mostrar que Foucault es en parte responsable de este desarrollo.

La pregunta por el Estado es omnipresente en su libro. Quien sea que critique su razón de ser se presume liberal. ¿Pero eso no es olvidar las tradiciones del anarquismo y el marxismo, de Bakunin a Lenin? ¿No está pasando por alto esa dimensión?

No lo creo. Creo que la crítica de las tradiciones marxista o anarquista es muy diferente de la que Foucault estaba formulando, y no solamente él, sino una significante línea del marxismo de los 70.

Primero, por la simple razón que todos esos viejos escritores anarquistas y marxistas no conocieron nada sobre la seguridad social o la forma que el estado tomaría después de 1945. El estado al que Lenin se refería era efectivamente el estado de la clase dominante, en la que los trabajadores no jugaban rol alguno. El derecho a voto, por ejemplo, no estaba generalizado – para los hombres- hasta la era de entreguerras. Así que es difícil saber qué habrían pensado ellos sobre estas instituciones y su así llamado carácter “burgués”.

Siempre me ha irritado esta idea, que es relativamente popular dentro de la izquierda radical, que la seguridad social es en último término nada más que una herramienta de control social del gran capital. Esta idea demuestra un completo malentendido de la historia y orígenes de nuestros sistemas de protección social. Estos sistemas no fueron establecidos por la burguesía para controlar a las masas. Al contrario, fue totalmente hostil para ella.

Estas instituciones fueron el resultado del posicionamiento fuerte sostenido por el movimiento obrero después de la Liberación.  Fueron inventadas por los movimientos obreros mismos. Desde el siglo XIX en adelante, los trabajadores y los sindicatos habían establecido sociedades mutuas, por ejemplo, para pagar beneficios a aquellos que no podían trabajar. Era la propia lógica del mercado y los enormes riesgos que les imponía a sus vidas lo que los obligó a desarrollar mecanismos para la socialización parcial de los ingresos.

En la fase temprana de la revolución industrial, sólo aquellos que eran dueños de propiedades eran ciudadanos plenos, y como enfatiza el sociólogo Robert Castel, fue solamente con la seguridad social que la “rehabilitación social de los no tenientes de propiedad” tomó lugar. Fue la seguridad  social la que estableció, junto con la propiedad privada, una propiedad social, con la intención de elevar a las clases populares a la ciudadanía. Esta es la idea que Karl Polanyi desarrolla en “La Gran Transformación”, donde ve en el principio de protección social el objetivo de sacar al individuo fuera de las leyes del mercado y así reconfigurar las relaciones de poder entre capital y trabajo.

Uno puede, por supuesto, lamentar la forma estatista como la seguridad social es manejada, o decir, por ejemplo, que debería ser dirigida por colectivos –aunque realmente no me lo creo- pero criticar la herramienta y su base ideológica de tal modo, eso es muy diferente. Cuando Foucault va tan lejos como para decir que es “claro que difícilmente tiene sentido hablar de un ‘derecho a la salud’”, y pregunta sí “una sociedad debería buscar satisfacer la necesidad de salud de los individuos, y si pueden esos individuos legítimamente demandar la satisfacción de esas necesidades” ya no estamos realmente en el registro anárquico.

Para mí, y a diferencia de Foucault, lo que debemos hacer es ahondar en los derechos sociales que ya tenemos, deberíamos “construir sobre lo que ya existe”, como señala Bernard Friot. Y la seguridad social es una herramienta excelente que deberíamos tanto defender y ahondar en.

En esa misma línea, cuando leo a la filósofa Beatriz Preciado, que escribe en Libération que “no vamos a llorar por el final del estado de bienestar, porque el estado de bienestar es también el hospital psiquiátrico, la oficina para discapacitados, la prisión, la escuela patriarcal-colonial-heteronormativa”, me hace pensar que el neoliberalismo ha hecho mucho más que transformar nuestra economía; ha reconfigurado profundamente la imaginación social de cierta izquierda “libertaria”.

Si se ve a los pocos intelectuales críticos que retan a Foucault (pensando en Mandosio, Debray, Bricmont, Michéa, Moville, o Quiniou), uno podría decir, en términos generales, que lo critican por posicionarse a sí mismo más como “societal” que como “social” [más sociocultural que socioeconómico]. Pero enfocándose en lo “marginal” (los excluidos, los prisioneros, los locos, los “anormales”, las minorías sexuales, etc.), ¿no hizo Foucault posible traer a la luz a todos aquellos que antes de eso habían sido ignorados por el marxismo ortodoxo –que solamente había podido ver relaciones económicas?

Está completamente en lo cierto. Lo diré de nuevo: su contribución en este punto es muy importante. Él claramente trajo de las sombras a todo un espectro de opresiones que había sido invisible antes. Pero su acercamiento no solamente apuntaba a poner estos problemas en vitrina: él buscaba darles una centralidad política que puede ser cuestionada.

Para decirlo claramente: desde su perspectiva, y en la perspectiva de muchos escritores de ese periodo, la clase trabajadora de hoy es “aburguesada”, está perfectamente integrada al sistema. “Los privilegios” que obtuvo tras la guerra ya no la hacen un agente de cambio social, sino que, al contrario, un freno a la Revolución. Esta idea estaba bastante difundida en aquel tiempo, puede ser encontrada en autores tan variados como Herbert Marcuse o André Gorz. Gorz iría más lejos aún y hablaría de una “minoría privilegiada” con respeto a la clase trabajadora.

El fin de esta centralidad – que también es sinónimo del fin de la centralidad del trabajo – encontraría su vitrina en las “luchas contra la marginalización” de minorías sociales o étnicas. El lumpenproletariat (o los “nuevos plebeyos”, para usar el término de Foucault), adquirió una nueva popularidad, y ahora era visto como un sujeto genuinamente revolucionario.

Para estos autores, el problema ya no es más la explotación, sino que es el poder, y las formas modernas de dominación. Como escribió Foucault, si “el siglo XIX estuvo ocupado sobre todo con las relaciones entre las grandes estructuras económicas y el aparato estatal”, ahora era “el problema con los petit pouvoirs [pequeños pobres] y los sistemas de dominación difusos los “se había convertido en problemas fundamentales”.

El problema de la explotación y la riqueza había sido reemplazado por el de “demasiado poder”, el poder controlar la conducta personal, y las formas de poder pastoral moderno. A comienzos de 1980, parece claro que para Foucault la pregunta ya no giraba en torno a la redistribución de la riqueza. No tenía problemas en escribir: “Uno podría decir que necesitamos una política económica que lidie no con producción y distribución sino una que lidie con relaciones de poder”. Así, es menos acerca de una lucha en contra del poder “como un agente de explotación económica”, y más acerca de luchas contra el poder cotidiano, encarnadas especialmente en el feminismo, el movimiento estudiantil, las luchas por las prisiones, o aquellas de los indocumentados.

Déjeme ser claro, obviamente el problema no es haber puesto en agenda todo un espectro de dominaciones que habían sido ignoradas antes, el problema viene del hecho de que estas dominaciones son más y más teorizadas y pensadas fuera de las preguntas por la explotación. Lejos de delinear una perspectiva teórica que piense a través de las relaciones entre estos problemas, son poco a poco enfrentados unos contra otras, incluso pensados como contradictorios.

Eso es esencialmente por lo que algunos lo critican: ensalzar la figura del “delincuente”, el criminal,  y el lumpen mientras se ridiculiza al “conservador” trabajador y obrero.

En su libro, Jean Loup Amselle realiza un vínculo entre este abandono del “pueblo” y la posición “ecológica-burguesa-bohemia” de la izquierda gubernamental, similar a Terra Nova [un think tank neoliberal francés cercano al Partido Socialista]. ¿Qué piensa de eso?

El problema es que el rechazo a la clase trabajadora ha tenido en cambio resultados sorprendentes. Ha puesto en la mira del debate público la “exclusión social” de los desempleados, inmigrantes, y la juventud de las afueras de la ciudad como el principal problema político. Esta evolución terminó siendo el punto de partida – tanto de la izquierda como de la derecha- para la centralidad que “los excluidos” iban a asumir, la idea que ahora la sociedad “posindustrial” nos dividiría entre aquellos que tienen acceso a mercado laboral y aquellos que, en un grado u otro, están excluidos del mismo, desplazando así el foco desde el mundo del trabajo a la exclusión, la pobreza o el desempleo.

Como los sociólogos Stéphane Beaud y Michel Pialoux han notado, este desplazamiento localizaría indirectamente a los trabajadores “del lado de los incluidos, aquellos que tienen un trabajo del lado de los privilegiados y favorecidos””

Esta lógica, que ha redefinido la cuestión social en ambos lados – tanto en la derecha como en la izquierda- como un conflicto entre dos facciones del proletariado, antes que uno entre el capital y el trabajo, es algo que necesita ser examinado. En la Derecha, el objetivo era limitar los derechos sociales de la “población excedente” (“supernumerarios”) movilizando a los “trabajadores” (“actifs”) en contra de ella,  y en la izquierda el objetivo se volvió movilizar a la población excedente en contra del aburguesamiento de los “trabajadores”.  Ambos lados entonces aceptan la centralidad de las facciones “excluidas” de la fuerza de trabajo estable, a expensas de los “trabajadores”.

Podemos entonces preguntarnos si, cuando Margaret Thatcher contrastó la clase baja “protegida” y “mimada”   con “aquellos que trabajan”, no estaría expresando en forma inversa la tesis de Foucault o André Gorz? Esta nueva doxa de la derecha conservadora neoliberal busca esencialmente, como nota Serge Hamili, “la redefinición de la cuestión social de tal modo que la línea de división ya no separe a ricos y a pobres, capital de trabajo, sino dos fracciones del ‘proletariado’ una de otra: aquella que sufre de la “fatiga de compasión” de aquella que representa el “estado de bienestar”.

Es obvio que el contexto político de estas declaraciones de la derecha difiere radicalmente de aquellas que hicieron estos autores de fines de los 70, pero ambos presuponen que en la actualidad son “los excluidos” donde radica el problema, o la solución, es la población excedente la que se ha vuelto el sujeto político central y ya no la clase trabajadora.

En efecto, ¿cómo no podríamos ver una extraña paradoja entre la “non class” de Gorz y la “underclass” tan usada por el ideólogo ultra conservador Charles Murray? Tanto para Gorz y para el movimiento neoliberal, ya no es el hecho de ser explotado donde radica el problema sino la relación que uno tiene con el trabajo. Goz ve los estilos de vida de la población excedente como una “liberación” del trabajo, y Thatcher ve un “vicio” de pereza que debe ser combativo. Uno eleva un “derecho a ser perezoso” al status de virtud, allí donde el otro lo señala como una injusticia que debe ser destruida.

Pero por debajo, estas dos versiones funcionan en la misma lógica. Así, tanto la izquierda como la derecha quieren que la población excedente sea el problema, tomando el lugar de estas viejas, anacrónicas, dogmáticas ideas que posicionaron a la explotación en el corazón de la crítica social.

Tanto la derecha como la izquierda quieren enfrentar a estas facciones del proletariado que, con la evolución económica neoliberal, han entrado en una competición destructiva entre ellas mismas. Como la filósofa marxista Isabelle Garo describió con exactitud, este cambio ayudaría a “reemplazar la explotación y su crítica con una focalización en la víctima a la que se le niega la justicia, el prisionero, disidente, homosexual, refugiado, etc”.

Debray escribe en “Modernes catacombes” que Foucault, el rebelde subversivo, se ha vuelto un “filósofo oficial”. ¿Cómo entiende esta paradoja? ¿Y cómo explicaría como Foucault puede seducir a tantos en entornos radicales que sin embargo afirman con fuerza que desean ponerle un fin a la era neoliberal?

Es una pregunta muy interesante pero no tengo una respuesta satisfactoria para ella. No obstante, sugeriría que es en gran parte gracias a la estructura de campo académico mismo. Tendrías que regresar a Bourdieu y los excelentes trabajos de Louis Pinto para entender mejor esta evolución.

No hay que olvidar nunca que unirse a una “escuela”, o asociarse con cierta perspectiva teórica, significa asociarse uno mismo a un campo intelectual, en el que hay una lucha importante por el acceso a las posiciones dominantes. En última instancia, llamarse a sí mismo un marxista en la Francia de los 60- cuando el campo académico estaba en parte dominado por autoproclamados marxistas- no tenía el mismo significado que  llamarse marxista hoy.

Los conceptos y autores canónicos son claramente instrumentos intelectuales, pero también corresponden a diferentes estrategias para volverse parte del campo y las luchas sobre éste. Los desarrollos intelectuales entonces están en parte determinados por relaciones de poder dentro del campo mismo.

Además, me parece que las relaciones de poder dentro del campo académico han cambiado considerablemente desde el fin de los 70: después del declive del marxismo, Foucault ocupó un lugar central. En realidad, ofrece una posición cómoda que permite introducir cierto grado de subversión sin empañar los códigos de la academia. Movilizar a Foucault es relativamente valorado, les permite frecuentemente a sus defensores publicar en prestigiosas revistas, unirse a amplias redes de trabajo intelectual, publicar libros, etc.

Amplios grupos del mundo intelectual se refieren a Foucault en su trabajo y lo tienen diciendo todo y hasta lo contrario. ¡Uno puede ser asesor del MEDEF y publicar sus conferencias! [En referencia a Francois Ewald, asesor de la principal federación francesa de empresas]. Diría que Foucault abre puertas. Y no puedes decir lo mismo de Marx en la actualidad.

Esta crítica a los “márgenes” como centro del combate político podría terminar encantando a todas las formas de contra-revolucionarios en Francia o Bélgica. ¿No tiene miedo de caer en su juego?

No creo que exista una crítica “conservadora” de Foucault – y más ampliamente, de lo que Mayo del 68 representa en la historia social francesa. Esta crítica ya no es más marginal: uno puede encontrarla entre los ideólogos de la derecha conservadora como Eric Zemmour o dentro del Frente Nacional. Abiertamente critican todo el legado feminista, antirracista y cultural de Mayo del 68 mientras dicen poco acerca de los estragos económicos del neoliberalismo. Es como si el problema fuera el liberalismo político que surgió en los 80, y solamente regresando de estas evoluciones societales podremos “construir la sociedad”.

Uno frecuentemente escucha este tipo de ideas, según las cuales fue la destrucción de los valores familiares o las formas comunitarias de los lazos sociales lo que permitió la expansión del neoliberalismo. Podría haber algo de verdad estos análisis, pero son totalmente ingenuos cuando proponen un regreso a estilos de vida más “tradicionales”. Estaríamos yendo a un liberalismo de tipo más autoritario, con el regreso a los valores familiares, el regreso a la fantasía total de la cultura nacional, y el viejo capitalismo pre-globalización.

Y sobre la idea de “caer en su juego”, no creo que sea un problema. Si hay algún problema con algunos aspectos del legado de Mayo del 68, el rol de la izquierda es no cerrar sus ojos por que la extrema derecha lo dice, sino al contrario, brindar su propio juicio, formular su propia crítica, para no perder la batalla ideológica. Esa es la tarea que necesitamos empezar para reconstruir una izquierda que sea tanto radical como popular.

 

 

Esta entrevista fue originalmente publicada en francés en la revista Ballast, luego se tradujo y publicó en castellano en Ando en Pando.

Fuente entrevista original francés: https://www.revue-ballast.fr/peut-on-critiquer-foucault/

Fuente entrevista en castellano: https://andoenpando.wordpress.com/2015/01/07/podemos-criticar-a-foucault-foucault-como-neoliberal/

 

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