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Dar a ver

Por José María de Luelmo 1 de enero de 2008

Publicado en Archipiélago

"A pesar de su brevedad no resulta fácil sintetizar lo que Jean-Luc Nancy propone en La representación prohibida, pero lo es algo más si recurrimos al cine contemporáneo, a dos películas bien diferentes que giran en torno a una misma cuestión, la cuestión: Amén, de Costa Gavras, y Shoah, de Claude Lanzmann. En una escena de la primera de ellas, el protagonista, un ingeniero químico y devoto católico enrolado en las SS, es llevado al lugar donde se emplea el ácido prúsico que él mismo, sin saber bien con qué finalidad, se encarga de servir por toneladas. La comitiva se detiene junto a un amplio barracón y comienza a observar a través de una serie de mirillas practicadas en su pared posterior. Él no ha acertado todavía a entender qué ocurre ahí dentro cuando, de súbito, la estancia comienza a agitarse y a enturbiarse, las puertas a palpitar, el suelo bajo sus pies a vibrar con violencia. De cuanto él ve a nosotros se nos aparta, porque nada nos es mostrado salvo su conmoción, y sólo podemos conjeturar los perfiles del espanto. Hay otra escena no menos significativa en Shoah, en algún punto de sus casi nueve horas de duración: alguien avanza a través de una densa arboleda y sale a la intemperie de un claro donde los matojos apenas permiten apreciar unos cimientos. Mientras camina, refiere sucesos acaecidos mucho tiempo atrás y recorre con su mirada una topografía que apenas coincide ya con la del recuerdo. Sus palabras no tienen soporte material, y por tanto sólo podemos Imaginar lo que sus ojos estremecidos aún creen contemplar. Son dos formas de elipsis dos modos de sustituir la visión directa, en un caso porque la ficción elude reproducir aquella realidad y en el otro por ser lo alusivo inherente a cualquier testimonio o ral. Nancy sobrevuela en este pequeño ensayo esa doble imposibilidad de formalizar el horror, ese interdicto tácito que parece deberse al respeto y al miedo a desvirtuar los hechos, pero también a limitaciones expresivas. Desde que aquella industria de muerte se desvelase en todos sus extremos, la progresiva toma de conciencia de su significado ha marchado paralela a una toma de conciencia de la insuficiencia del lenguaje, y no sólo para detallarla o explicarla sino Incluso para darle nombre. La palabra que pueda designarla sin merma ni desvío es aún motivo de controversia, pero más intenso si cabe se presenta el debate acerca de su posible representación gráfica, de sus modos de visibilidad, siquiera metafóricos. Aquí, como en tantas situaciones extremas, la Imagen consiste para unos en la unidad mínima y necesaria de expresión del sinsentido, la alerta luminosa que nos Impedirá caer de nuevo en la pesadilla, en tanto para otros, por el contrario, ese soporte o lenguaje es materialmente incapaz de dar cuenta de tal cesura en la historia, y en consecuencia debiera ser mantenido al margen. Nancy no lo apunta, pero no deja de ser una dramática coincidencia que también víctimas y asesinos estuvieran de acuerdo en la abolición de la Imagen, aunque por razones opuestas. Así, y tras múltiples avatares de toda índole, la iconoclastia judía establecida por el Deuteronomio se ha mantenido intacta hasta la actualidad, como viene a demostrar la peregrina tesis de Emmanuel Levinas de que ""el objeto representado, por el simple hecho de hacerse Imagen, se convierte en no-objeto"", es decir, no ya en algo trasquilado o banalizado sino en la nada más absoluta —luego mejor abstenerse. En el caso de los verdugos, como es obvio, el veto a la Imagen perseguiría la ocultación de sus propios actos. Con qué atinada previsión de futuro, hay que reconocerlo, orquestó el régimen nazi todo aquel proceso de borrado, extinguiendo junto a los seres las evidencias, los documentos, la trama burocrática. Gracias a esa labor la actual dictadura de la imagen —sólo existe lo que ella nos muestra— se hace retroactiva: no hay representaciones de aquello porque simplemente no tuvo lugar, y los revisionistas pueden acogerse a esta falacia lógica para tildar la masacre de mera superchería. Por ese motivo resulta peligroso sostener, nos advierte el autor, la tan traída tesis de ""lo inimaginable"" o ""lo irrepresentable"", porque se corre el riesgo de arrojar en las fauces de esa nueva generación de criminales el sustento que necesitan. Ciertamente, no han quedado sino dos o tres fotografías que refieran el núcleo duro del terror —esas tomas convulsas de agosto de 1944—, pero una imagen panorámica de aquel drama ha de seguir elaborándose, revelándose y fijándose de continuo pese a las múltiples dificultades, como Intenta hacer la filosofía desde hace sesenta años y Nancy en este puñado de páginas."

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