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Democracia, te odio

Por Blas Matamoro 6 de septiembre de 2008

Publicado en ABC - ABCD

Las actuales democracias se hallan en una doble encrucijada, la que estimuló a Rancière a escribir este texto: ser un sistema que sostiene, a la vez, la igualdad y el derecho a la diferencia frente a la acción de la democracia más poderosa del mundo con el fin de imponer este óptimo sistema universal por la fuerza. En aquel cruce surge una paradoja: la libertad, inherente a la democracia, es el derecho a obrar mal, con lo que la democracia es siempre una trama de excesos y un estado de excepción, como quiso Schmitt y repite Agamben. El liberalismo, por tanto, es anterior a la democracia y cimenta la creencia, mítica y eficaz, de que somos individuos antes que ciudadanos, y tenemos derechos naturalmente inalienables. Para condimentar el menú, hemos de tener en cuenta los poderes fácticos, que propenden a la oligarquía y no a la democracia. Este es el más fructífero de los conflictos que hacen al asunto. La democracia empuja hacia la igualdad de los individuos y la oligarquía, hacia el privilegio corporativo. No quiere ciudadanos, quiere clientes y consumidores. La conclusión es sencilla y sugestiva: no hay democracias sino regímenes que van siendo democráticos, que se han ido democratizando progresivamente durante siglos. La democracia plena es una meta utópica y ella es la que mantiene viva la idea misma que la sostiene. Las oligarquías no odian a la democracia: intentan manipularla. En cambio, sí la odian los fundamentalismos y nacionalismos identitarios (algunos con la etiqueta de demócratas), enarbolando el arcaico principio del arraigo y la filiación, los ancestros y la sangre. No los genes, porque por ahí van mal, desde que compartimos tantos con la mosca y el chimpancé. La conclusión de Rancière, no exenta de un elegante pesimismo, es que la democracia no es una forma de Estado, aunque lo parezca, que no consiste sólo en el procedimiento por el cual se legitima al que gobierna por medio del voto, se le controla y se le obliga a respetar los derechos fundamentales. La democracia es el principio mismo que da base al sistema y, como todo principio, es indiscutible y nunca terminamos de completarlo. Tal vez sea este el punto en que el pesimismo de Rancière se matiza de escepticismo activo. Nos propone hacernos cada vez más democráticos porque frente a las críticas a nuestras realidades, lo que hay es el odio al principio y el retorno a la tribu, donde ya no hay ni habrá nunca individuos, ciudadanos, derechos del hombre ni de la mujer.

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