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Derrida, un egipcio

Por Jaume Pey 1 de noviembre de 2008

Publicado en La Torre del Virrey

"La aproximación de Sloterdijk a la obra de Derrida es radicalmente opuesta a la que pretende la deconstrucción; lejos de analizar texto por texto, fragmentos, metáforas y ausencias relevantes, trata de ofrecer una panorámica general, a través de algunos de sus textos centrales —¡clásicos! Asemejándolo a otros autores —fundamentalmente del siglo XX— más o menos conocidos. Por tanto, es lo semejante lo que nos permite ver lo diferente, y resulta una aproximación que nos facilita la comprensión del genio y su originalidad, curiosamente por lo que tiene en común con otras obras de la historiografía post hegeliana. Esta estrategia se aleja de las “normas” —que las hay— de análisis e interpretación de los clásicos que sigue la deconstrucción, lo que no impide que sea fruto de una lectura atenta y detallada de su obra. Esto resulta muy heterodoxo para esta corriente, pero es la heterodoxia precisamente lo que más le acerca al espíritu de Derrida. La pertinencia y el éxito de este enfoque deben ser juzgados por el lector al final del libro.  El acontecimiento del que parte este libro es la noticia de la muerte de Derrida. Sloterdijk nos transmite la sensación de que el siglo XX, al menos en lo filosófico, acaba finalmente en el 2004, el año de su muerte. En lo tocante al punto de partida de su argumentación, el texto se inicia con la comparación del pensamiento de Hegel y el de Derrida, semejantes por la elevada profundidad de sus obras, pero también por una cierta filiación genética y freudiana por lo que tiene de continuidad y de parricidio la obra del segundo respecto del primero. De Freud y Hegel son, precisamente, los conceptos que utiliza Sloterdijk para dar título al libro y que sirven de hilo conductor de su personal interpretación de Derrida. Por un lado, la metáfora de la pirámide de Hegel, con la que pretende explicar la función y el sentido del signo escrito —un símbolo muerto, pero que hace referencia a algo más allá de su mera materialidad—; por el otro, la interpretación freudiana del monoteísmo judío como una traslación y desfiguración —Enstellung— de la religión egipcia, a través de un Moisés que habría querido preservar la esencia de dicha religión, en el fondo ajena a los hebreos. Con ese gesto, la escritura jeroglífica y fija de la pirámide pasa al papel y se hace nómada. Todo ello, finalmente, dará lugar a un conjunto de reflexiones sobre la posibilidad de la cancelación de la metafísica occidental y las posibilidades de la filosofía de realizar dicho cierre. Tras el fin del arte y de la filosofía decretadas por Hegel, las posteriores propuestas artísticas y filosóficas se han tenido que esforzar por mostrar su actualidad y viabilidad, presentando un nuevo punto de partida que a Hegel se le habría escapado; o más estrictamente, un nuevo punto de vista que no podría ser reducido a una sección de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Paradójicamente, la presentación de cada nuevo comienzo, de la necesidad de ese nuevo punto de vista, viene siempre acompañada de una nueva sensación de acabamiento, de la sensación de que todo está dicho y hecho en filosofía y en arte, tal y como ya lo planteara Hegel. Es así comopueden y deben interpretarse, por un lado, el desarrollo del arte contemporáneo a través de las vanguardias, las posvanguardias y todo lo que le ha seguido hasta nuestros días; y por el otro, la sucesión de las propuestas filosóficas posthegelianas que, de Marx a Freud, de Nietzsche a Heidegger, del positivismo a Wittgenstein, exigen la renovación total del punto de vista, la reinterpretación y la cancelación de lo pensado hasta ahora, llámese mistificación, auto ocultamiento, metafísica u ontoteología. En cualquier caso, la pertinencia de un nuevo proyecto, de la obra de un artista pensador, depende de su originalidad, lo que hace de la búsqueda de la diferenciación respecto del pasado el leitmotiv del desarrollo artístico y filosófico, sustituyendo a la voluntad de mimesis, propias de la época anterior a Hegel. Tal y como nos plantea Sloterdijk, también con la obra de Derrida asistimos a una dura batalla por cerrar definitivamente ese pasado, por cancelar la historia de la metafísica y perpetrar la posible renovación de la filosofía. Y esa batalla se libra con los textos del pasado, contribuyendo, al interpretarlos y reinterpretarlos, a hacer de la intertextualidad y la autorreferencia el ejercicio propio de la filosofía actual. Una espiral constante y autofágica que, como sucede en el arte, lleva a hacer de sí misma su propio objeto de estudio, reflexión y reelaboración, lo que parece haber iniciado, aparentemente, el abandono definitivo de lo que ha sido lo más propio de la filosofía y que Sloterdijk en algún momento denomina “la producción de discursos sobre el ser del ente”. Sin embargo, esa reinterpretación narcisista de sus clásicos no ha abandonado todavía el horizonte de los discursos sobre el ser del ente; sólo se ha distanciado de ellos al hacer de la actividad filosófica la producción de discursos de segundo orden sobre otros discursos de primer orden que, éstos sí, versan acerca del ser del ente. En el caso del libro de Sloterdijk, un discurso de tercer orden sobre los análisis de segundo orden de Derrida, y sobre el que nuestra reseña supone un nuevo discurso de orden ya enésimo, un desafío al sentido común, que hace que nos planteemos la pertinencia de esta espiral infinita que tiende al absurdo. Todo esto —la voluntad de cancelación y de originalidad, la reinterpretación y la autorreferencia— ha provocado en el arte y en la filosofía un alejamiento cada vez más acusado del sentido común y del debate público —en el sentido más ilustrado de un tribunal público de la razón—, no tanto por un afán de ocultamiento de estas disciplinas, o porque el público haya dejado de opinar, como debido a que parten de una incomprensión previa y generalizada de aquello que de artístico o filosófico hay en sus propuestas, lo que ha provocado una hiperespecialización de los distintos ámbitos de producción cultural. En Derrida, esta incomprensión ha llegado a extenderse incluso a muchos de los círculos filosóficos, que hacen gala de un alevoso rechazo a priori de todo lo que les suena a deconstrucción, y manifiestan su falta de interés por acercarse a sus textos, acusando a Derrida de falsa filosofía o directamente tomadura de pelo, como antes sucedió con Hegel, Heidegger o Nietzsche, o como sucede hoy todavía con Foucault o Deleuze. La marca de la casa parece haber pasado por Heidegger y estar dispuesto o no a tomárselo en serio. A este respecto, lo interesante del texto de Sloterdijk es que muestra la importancia de la obra de Derrida sin la exigencia de ser especialistas en su obra; y es útil para los círculos derridianos si pretenden salir de esa especie de jaula de espejos en la que, a veces, parecen encerrados y que les impide exponerse a otras ideas y discutir con ellas para no sólo interpretarlas a la luz de los presupuestos deconstruccionistas. Sobre la pretensión derridiana de cancelar la metafísica, Sloterdijk propone dos ideas. La primera es la incapacidad de la escritura, y en concreto de la escritura filosófica, de finalizar o darse por finalizada a sí misma; es decir, de cancelar su tarea fundamental desde Platón: la metafísica u ontoteología. La explicación es que, como bien había mostrado Nietzsche, toda gramática y, por tanto, toda escritura filosófica, está impregnada ya de metafísica. La segunda idea es una consecuencia inevitable de la anterior: y es que si la filosofía no puede concluir consigo misma, es necesario que sea otra disciplina distinta la que levante su acta de defunción, siendo capaz de restituir, pero no filosóficamente, lo propiamente filosófico. Veamos a qué se refiere. Lo primero nos remite a La voz y el fenómeno y a Márgenes de la filosofía del propio Derrida, donde, a través de sus reflexiones sobre Husserl (en el primer libro) y Hegel (en el segundo, en concreto mediante el análisis de la comparación hegeliana del signo escrito con la pirámide), saca a la luz la imposibilidad contraria, pero complementaria a la cancelación metafísica, de concluir y completar mediante la escritura el hegeliano retorno a sí del Espíritu (es decir, de completar la metafísica). El motivo ya se anticipó al principio de la historia de la metafísica, en la Carta séptima, donde se desecha la posibilidad de un discurso filosófico porque la “letra” está “muerta”; por eso no puede elevarse más allá de su materialidad inerte hacia el mundo alado de las ideas. Lo curioso es que eso mismo que la incapacita para completar el camino de la metafísica, hace inevitable que no se pueda desechar, es decir, cancelar, ni dejar atrás, el pasado y volver a empezar desde un nuevo punto de vista. Las proyecciones metafísicas del lenguaje filosófico permanecen en las palabras que, más que letra muerta, representan tumbas que rememoran ideas y creencias ultramundanas — “el signo es una pirámide”—. Esto da muestra de la incapacidad de dar por concluida la filosofía con la propia escritura filosófica, y hace que veamos la obra de Derrida, una vez más —como sucede con Nietzsche y Heidegger—, como la última obra de la tradición filosófica, pero por ello aún filosófica. Algo así como un cadáver que quiere dar cuenta de su propia muerte, que realiza su propia acta de defunción; sólo que entonces quiere decir, paradójicamente, que no es el cadáver de un muerto. No es que cada intento de cancelar la historia de la metafísica la vivifique por fibrilación, sino que no puede concluirla mientras su propia conclusión sea el tema —filosófico— del que se ocupa. El que pueda dar cuenta de la conclusión de la filosofía no es un filósofo o un escritor enfrentado, aunque sea desde la deconstrucción, a los textos de la filosofía. Veríamos así, en Derrida, los últimos coletazos de la metafísica, mientras que esto evidenciaría la necesidad de un discurso, de una obra o una actividad, capaz de dar cuenta de la muerte de la filosofía desde fuera de la filosofía. Ésta es la segunda idea de Sloterdijk inspirada en el leitmotiv de Derrida en la introducción —el tímpano— de Márgenes de la filosofía. ¿Es posible hablar de la filosofía desde fuera de la filosofía, encontrarse de cara con el meollo de la filosofía desde un punto de vista no filosófico? ¿Es posible —siguiendo la metáfora que Sloterdijk toma de Freud y con la que trata de explicar el sentido de la Différance de Derrida— la desfiguración —Enstellung— de la filosofía, mostrar qué es filosofía sin ser ya más filosofía, subvertir los roles de la filosofía con las otras disciplinas para no recuperarlo más? Hasta el momento, la filosofía ha sido la única disciplina que no ha sido abordada desde fuera de la filosofía, que es precisamente lo que desde siempre ha hecho la filosofía con el resto de disciplinas. ¿Puede cambiar eso de una vez por todas? Aparentemente no, porque ya lo que han intentado otras disciplinas y la producción de discursos filosóficos sigue a la orden del día. Estos intentos han sido, por ejemplo, los intentos de reducir la filosofía al arte porque se cree que la auténtica filosofía —verdad— hay que encontrarla en la creación o en la redención artística —Heidegger, Adorno—; de reducir la filosofía a la sociología —Comte, la sociobiología o la teoría de sistemas, utilizada por Sloterdijk para hablar de Derrida— o la psicología, al ocuparse de los mismos temas filosóficos desde un punto de vista aparentemente científico; o más incluso la física, sea por la propia filosofía positivista que limitaba la legitimidad racional a la racionalidad científica, o por el propio desarrollo metafísico de física cuántica. Sin embargo, como hemos dicho, los sucesivos intentos de reducción de la filosofía a otras disciplinas están condenados al fracaso, y la explicación es que esa superación no debe darse como mera reducción o eliminación. Como muestra Sloterdijk a través de Derrida, no se puede ir más allá de la filosofía si antes no se da cuenta del sentido de la filosofía. Es decir, no se puede obviar, dejar sin más de filosofar, si antes no se da cuenta del quehacer mismo de la filosofía. A esto se refiere Sloterdijk con el Entstellung freudiano y a algo similar, según él, Derrida con el término Différance: especificar y distinguir lo filosófico desde fuera de la filosofía, transfigurarla, para que deje así ella misma de ser filosofía. Y Sloterdijk cree que ha encontrado ese lugar y esa desfiguración. Si nos preguntamos cuándo, en definitiva, se puede dar buena cuenta de la muerte de la tradición metafísica, la respuesta es: cuando ya no sea más filosofía; cuando, como la fuente de Duschamp, haya dejado de tener relacióncon la finalidad para la que fue creada; cuando se haya hecho de la filosofía lo que se hace con las otras creaciones culturales de otros tiempos, a saber, el encierro en un museo para ser contemplada como muestra de otra época; cuando forme parte, como los monumentos funerarios, del mundo del espectáculo y sea observada como tal, no con los ojos del filósofo. Sloterdijk habla de Boris Groys, el cual, desde la reflexión museística, habría sido capaz de dar cuenta del espíritu derridiano sin hacer él mismo filosofía y metafísica. Lector fiel de Derrida, se ocupa de los criterios de selección para sus exposiciones de sepulturas, es decir, de obras muertas —pues no son creídas y así vivificadas por los miembros de las culturas que las produjeron— sobre la muerte. Pero éste es precisamente el lugar propio de una filosofía metafísica que pueda ser dada por concluida: “el espacio muerto de las cámaras funerarias que, en la actualidad, vuelve a utilizarse con la forma de showroom del arte y la cultura”. Groys habría sido el lector más respetuoso con el espíritu Derrida al abandonar la última forma de la filosofía, la deconstrucción. Con esto, la escritura y su gramática metafísica vuelve al lugar en el que se originó. Una de las hipótesis más clarividentes propone que la escritura nace para dar nombre a las tumbas en la que se enterraba a los muertos, para identificar y diferenciar a nuestros difuntos. Se trataría de una escritura que, al margen de las creencias culturales que se tuviera sobre el fin de la vida, pretende sobrevivir a la muerte en el recuerdo material de los vivos. Aquí acudimos a otra de las imágenes de Sloterdijk, que propone escuchar a Derrida desde la doble experiencia sobre la muerte que Borkenau atisbaba en las civilizaciones: las que proponen una civilización de la inmortalidad —Egipto antiguo, cristianismo—, y aquellas que lo hacen de la mortalidad —cultura greco-latina, modernidad—. ¿Dónde situar a Derrida? Como siempre, en un equilibrio inestable entre ambas, cuya muestra más fiel sería, precisamente, haber encuadrado su obra en el conjunto de los clásicos inmortales de los escritores mortales, en el museo de las creaciones culturales y artísticas. Sólo así sobreviene a los humanos la inmortalidad: a lomos de la mortalidad, de la consciencia de su fragilidad. ¿Cuál sería el criterio de selección de obras de este museo? Como nos muestra Groys, ante la avalancha de escritos filosóficos más o menos importantes, este criterio debe ser la novedad, es decir, la diferenciación histórica, la originalidad —cosa que asume el leitmotiv de la filosofía desde Hegel. Ahora bien, la paradoja vuelve a resurgir aquí en un doble sentido. Primero, porque esto emparentaría las consecuencias de la reconstrucción con uno de sus más feroces críticos y con el que guarda una relación manifiesta de mutua antipatía: Harold Bloom. En última instancia, ambos se desharían de la filosofía para transportarla a una lista de clásicos que, al fin y al cabo, formarían parte del Canon de occidente. Para ambos, habría dos criterios de selección: la originalidad y su influencia posterior. La primera provoca extrañeza e implica que no ha sido incluido definitivamente en la escritura posterior —Goethe—; la segunda, familiaridad, lo que indica que su originalidad ha sido asumida —Shakespeare—; en ambos casos, las obras que nos interesan son una fuente de la que seguir bebiendo en la actualidad. La segunda paradoja es que la originalidad de Derrida le sitúa como un clásico que debe leerse, a pesar de que la reconstrucción reniega de la creencia en los clásicos, en un museo selecto con otros clásicos de la historia de la filosofía-metafísica. La originalidad de Derrida —que, según Bloom y el propio Sloterdijk, asume el canon de los textos de Freud, naturalmente para superarlo— sería todavía de las del primer caso, si bien podría haber empezado a sernos sumamente familiar, fundamentalmente en Estados Unidos, a través de los estudios culturales y la teoría de la literatura comparada, es decir, fuera de la filosofía."

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