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El origen de la metafísica

Por Ramón Rodríguez 1 de julio de 2007

Publicado en ABC - ABCD

Los numerosos cursos de Heidegger publicados presentan una notable desigualdad en el rango y la calidad del texto, no sólo por su contenido -que registra, desde luego, variaciones significativas de fuerza filosófica-, sino en virtud de su reconstrucción editorial: hay lecciones cuya edición se basa en apuntes de alumnos y hojas sueltas, y otros que obedecen a un manuscrito bien desarrollado. A este primer rango pertenece el curso Los conceptos fundamentales de la metafísica, que Heidegger dio en Friburgo en 1929/30. Si a esta fiabilidad editorial, mantenida en español por la encomiable labor del traductor, se añade que su contenido es, literalmente, extraordinario, el resultado es que nos encontramos ante uno de los libros más significativos de Heidegger. Extraordinario, porque ofrece una muestra única, por lo intenso de su desarrollo, del replanteamiento de la posibilidad de la metafísica antes de su definitivo abandono, pero también, porque esa tarea se lleva a cabo con medios hasta entonces inéditos en el conjunto de la obra heideggeriana: un análisis minucioso, moroso, del aburrimiento, temple anímico simplemente mencionado en ¿Qué es metafísica?, frente al lugar privilegiado de la célebre angustia, y una aproximación al concepto de mundo a través de una insólita consideración comparativa con el animal y la piedra, un tipo de reflexión antropológica normalmente alejada del pensamiento heideggeriano. Son estos dos largos análisis, desarrollados con un detenimiento y una atención a los matices que contrasta con la forma brusca y puramente asertórica de tantos otros cursos, lo que realza este texto singular. Pero lo que los sustenta y envuelve es la concepción existencial de la actividad filosófica, opuesta siempre a la lejanía del quehacer puramente teórico. Tal vez sólo en alguno de sus primeros cursos comparece con la misma claridad la idea de que la filosofía no consiste justamente en «ideas», sino en un ser atañidos, alcanzados, conmocionados por el ser-aquí del hombre, por el mundo al que irremisiblemente estamos adscritos. Sólo desde esta inicial conmoción, desde este ser templados por el mundo, los conceptos de la filosofía tienen sentido. Es aquí donde radica el origen de la metafísica, que, ligada siempre a la idea de totalidad, no es más que el hecho, antes de todo sistema, de ese estar afectados por el mundo como un todo. Testimonio. Y eso es también lo que da relieve al aburrimiento que Heidegger llama «profundo»: en él no teorizamos sobre el mundo, sino que somos embargados por el mundo en su conjunto, justo a través del desinterés por todo lo que nos rodea. La segunda parte aborda ese trasfondo del mundo con el fin de establecer qué es lo específico de él. Faena que lleva a cabo mediante una comparación con la «pobreza» de mundo del animal y que da lugar a la más sostenida atención a los resultados de una ciencia (la biología de esos años) que podamos encontrar en Heidegger: hombre y animal están abiertos a su mundo, pero la apertura del animal no permite que las cosas aparezcan como tales cosas: «la abeja no percibe la miel en cuanto tal miel presente» ni funda en ese «en cuanto tal» una previsión de su conducta. A los pocos días de la derrota de Alemania, Heidegger pronuncia en el castillo de Wildenstein, refugio de la Facultad de Filosofía friburguesa, la conferencia de clausura de curso, «La pobreza», meditación en voz alta en torno a una frase de Hölderlin: «Entre nosotros todo se concentra en lo espiritual, nos hemos vuelto pobres para llegar a ser ricos». Desvinculándola de todo contexto, Heidegger marcha directamente a separar «espíritu» de toda la tradición moderna de la subjetividad y a asentarlo en la relación del hombre con el ser, en la pobreza de la apertura a todo porque no se tiene nada, propia de la tradición occidental. El texto tiene interés, más como testimonio del momento y de la manera, siempre elusiva, de referirse a la situación histórica, tan típica de Heidegger, que por su contenido filosófico. La traducción, realizada sobre la edición francesa, tampoco contribuye a su realce.

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