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Políticas del resentimiento

Por Germán Cano 24 de febrero de 2007

Publicado en La Razón

"Es un hecho que la honda complicidad entre el terror y la impotencia ha sido un tema que ha preocupado a la filosofía desde siempre. Si en la era moderna fue Hegel quien reflexionó en la “Fenomenología” sobre el problema a raíz de la Revolución Francesa, más recientemente otros autores como André Glucksmann o el mismo Sartre han analizado con detalle los sutiles lazos existentes entre inmediatez, violencia, nihilismo o “mala fe”. Lo problemático de este singular resentimiento es que, por medio de una estrategia victimista, el impotente “blanquea” su debilidad en omnipotencia, pues convierte su voluntad y palabra en soberanas, no limitadas por nada ni nadie, toda vez que suspende toda limitación, veneración o relación con la pesada autoridad que le limita. Por todo esto, no deja de ser sintomático que en el seno de nuestras sociedades ciertas elites intelectuales muestren directa o indirectamente un agudo resentimiento hacia el frágil y delicadísimo juego de intereses propio de la democracia, modesta por definición. En estos discursos, como señala Jacques Rancière, profesor emérito de la Universidad de Paris-VIII, discípulo de Althusser, y autor de importantes libros como “El desacuerdo” o “El maestro ignorante”, la democracia no aparece sólo como una forma corrupta de gobierno, sino como el reflejo de una profunda crisis de la civilización que afecta a la sociedad y al Estado. Rancière trata aquí, por un lado, de mostrar cómo este nuevo desprecio hacia la democracia no sólo es un viejo lastre temático del marxismo, sino una ideología muy contemporánea; y, por otro, de reivindicar el aspecto “escandaloso” del sentido democrático originario. Quizá, como destaca el filósofo francés, al menos el mérito de todas las figuras contemporáneas resentidas con la democracia es que ponen de manifiesto implícitamente la verdadera potencialidad del concepto. Esa democracia “no se funda en ninguna naturaleza de las cosas ni está garantizada por una forma institucional. No la acarrea ninguna necesidad histórica y ella misma no es vehículo de ninguna. Sólo se confía en la constancia de sus propios actos”. Bajo estos presupuestos, tal vez la opción pase por contraponer la apresurada impaciencia por una ilusoria Libertad en mayúscula y el arduo trabajo paciente para gestionar libertades menos ambiciosas. Nietzsche definía el resentimiento como el apresurado camino que escoge la impotencia para ser usada como una actitud de fuerza. ¿No es el atentado suicida el acto por excelencia del resentimiento, del no-poder como poder? La tesis de “El perdedor radical”, el último ensayo de H. M. Enzensberger, es precisamente que el islamismo radical, habiendo perdido el tren de la historia y de la globalización, es un caldo de cultivo único para un nuevo resentimiento anti-occidental. Afortunadamente, Enzensberger sigue tan escéptico como siempre frente al adusto gesto ascético propio de toda militancia dogmática. Aquí de nuevo su mirada humanista hunde sus raíces en las fuentes críticas de la mejor tradición ilustrada alemana desde Lessing. Como muestra este interesante análisis de los nuevos rostros de la violencia (confróntese con su “Perspectivas de guerra civil”, Anagrama, 1994), el pensador alemán continúa denunciando toda impostura o cliché intelectual y, en general, toda ilusión dogmática. Enzensberger cree que para comprender adecuadamente el recurrente tipo psicológico del “perdedor radical” ha de llamarse la atención sobre un hecho cada vez más advertido por otros diagnósticos psicosociales. Más que criticar las contradicciones del progreso —lo que podría ser razonable—, hay quien se sirve y se nutre intelectualmente de las situaciones de miseria humana a modo de seductor fetiche cultural para atrincherarse en sus posiciones. Allí donde Sloterdijk, por ejemplo, habla de la última ideología actual, la “comedia de la necesidad”, es decir, la necesidad de presentarse como víctima a fin de escapar del esforzado y siempre imprevisible marco de la responsabilidad subjetiva, el filósofo alemán Odo Marquard en “Felicidad en la infelicidad”, citado no en vano por Enzensberger, nos ayuda a explicar nuestra febril hipersensibilidad hacia cualquier mal; esto es, cómo los avances en derechos, las nuevas reivindicaciones y la democratización del reconocimiento han despertado unas expectativas casi infinitas. Paradójicamente, sin embargo, la decepción de los seres humanos aumenta con cada progreso. Y cuando se reconoce al hombre la capacidad de fundamentar su propio destino y se derrumba toda teodicea; cuando la insatisfacción respecto al mundo, dirigida antaño hacia lo transcendente, se orienta hacia lo inmanente y lo histórico, no se tarda mucho en descubrir siempre a algún Otro como causa o esencia del Mal, como figura que impide el Bien.    Es en este contexto donde el inteligente análisis de Marquard brilla particularmente. “En este mundo —afirma—, en el mundo de la vida de los hombres, la felicidad [...] siempre está junto a la infelicidad, a pesar de la infelicidad o directamente ‘por’ la infelicidad”. Marquard cree que cuando los progresos culturales son realmente un éxito y eliminan el mal, raramente despiertan entusiasmo. Más bien se dan por supuestos, centrándose la atención de forma exclusiva en los males que continúan existiendo. Cuanta más negatividad desaparece de la realidad, más molesta la negatividad que aún queda... justamente porque ésta disminuye. En los nueve capítulos de este libro, agrupados bajo los tópicos característicos del filósofo, late una idea de sano cuño escéptico: la defensa de lo imperfecto en el hombre. Una interesante posición que el autor ha ido desarrollando en los términos de una “teoría de la compensación”."

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