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Usos y paradojas de la democracia

Por Gabriel Albiac 1 de junio de 2007

Publicado en Revista Leer

"No es el mejor de sus libros, este El odio a la democracia. Rancière ha seguido, a su manera, el destino de la que fue su generacion de prodigios precoces en el París de los años sesenta. Salvo contadas excepciones, el 68, que los hizo, los devoró. Para no dejar de ellos más que la larga melancolía de un tiempo que prometió todo y nada dio. La larga melancolía de quienes en su primerísima juventud se supieron llamados a ser los intelectuales de una revolución que no llegó nunca. Pero si no carece de interés este El odio a la democracia es precisamente por el esfuero que en él hace Rancière por afrontar aquellos fantasmas de hace ya cuarenta años: por meditar acerca de las mortales heridas que infligió a una generación excepcionalmente brillante de pensadores franceses; y por la dura lucidez de situar su carácter incurable precisamente en el punto más grave y más silenciado de las sociedades contemporáneas: la indefinición y distorsión del concepto de democracia. Hay mucho de provincianismo parisino en el libro. Demasiada pequeña rebatiña de secta que a sí misma se da como debate universal y que puede resultar cargente al lector externo: así, los dardos envenenados en torno a nombres que escapan al interés de quien no habite la ciudadela del Quartier Latin. Pero cuandore escapar a esa tentación de club privado. Rancière acierta a poner ante el lector algún problema mayor. Se podrá o no estar de acuerdo con sus análisis o conclusiones. Pero que política y democracia son hoy términos de los que hacemos uso a tontas y a locas, y que quizá, sin más, hayan dejado de significar nada, es hoy el problema mayor para cualquiera que trate de reflexionar sobre un presente histórico oscuro, angustioso: el de una Europa en vertiginoso suicidio. El análisis de Rancière resulta brillante por momentos. En particular, a lo largo de las páginas que dedica a mostrar hasta qué punto lo que llamamos democracia apenas enmascara una forma regulada de lo que, desde la concepción griega de lo político, no puede ser denominado sino como una oligarquía. ""Vivimos en sociedades y Estados que se llaman 'democracias', a los que este término distingue de las sociedades gobernadas por Estado sin ley o por la ley religiosa. ¿Cómo explicarse que, en el seno de estas 'democracias', una intelligentsia dominante, cuya situación no es evidentemente desesperada y que no aspira a vivir bajo otras leyes, acuse día tras día a un solo mal, llamado democracia, de todas las desgracias humanas? Vayamos por partes. ¿Qué pretendemos decir exactamente al declarar que vivimos en democracias? Estrictamente entendida, la democracia no es una forma de Estado. Se sitúa en otro plano, diferente del de estas formas. Por un lado, es el fundamento igualitario necesario —y necesariamente olvidado— del Estado oligárquico. Por el otro, es la actividad pública que contraría la tendencia de todo Estado a acaparar la esfera común y despolitizarla. Todo Estado es oligárquico. El teórico de la oposición entre democracia y totalitarismo (Raymond Aroh) lo admite con suma facilidad: 'No se puede concebir un régimen que en algún sentido no sea oligárquico'. Pero la oligarquía otorga a la democracia más o menos espacio, está más o menos afectada por su actividad. En este sentido, las formas constitucionales y las prácticas de los Gobiernos oligárquicos pueden ser llamadas más o menos democráticas. Por lo general, lo que se toma como criterio pertinente de democracia es la existencia de un sistema representativo. Pero este sistema es él mismo un compromiso inestable, una resultante de fuerzas contrarias. Tiende hacia la democracia en la medida en que se acerca a poder de cualquiera, sea quien fuere* (1) En ningún momento se podrá acusar a Rancière de deslizarse hacia un menosprecio de las inmensas ventajas que, para el ciudadano, tiene ese modelo de Estado respecto de las polimorfas variantes de tiranía. Analizar las limitaciones y paradojas del sistema político en el cual vivimos, no justificaría jamás minusvalorar las considerables mejoras que introduce en la garantía de nuestras vidas. ""Nosotros no vivimos en democracias. Tampoco vivimos en campos de concentración, como aseguran ciertos autores que nos ven a todos sometidos a la ley de excepción del Gobierno biopolítico. Vivimos en Estados de Derecho oligárquicos, es decir, en Estados donde el poder de la oligarquía está limitado por el doble reconocimiento de la soberanía popular y de las libertades individuales. Conocemos las ventajas de este tipo de Estados, así como sus límites. En ellos las elecciones son libres. Aseguran, en lo esencial, la reproducción del mismo personal dominante bajo etiquetas intercambiables, pero las urnas no suelen estar atestadas y es posible cerciorarse de ello sin arriesgar la vida. La Administración no es corrupta, salvo en eos asuntos de mercados públicos donde se confunde con los intereses de los partidos dominantes. Se respetan las libertades de los individuos, aunque al precio de notables excepciones para todo cuanto atañe al cuidado de las fronteras y a la seguridad del territorio. Hay libertad de prensa: quien, sin ayuda de los poderes financieros, quiera fundar un diario o un canal de televisión capaces de llegar al conjunto de la población, encontrará serias dificultades pero no terminará en la cárcel. Los derechos de asociación, reunión y manifestación permiten que se organice una vida democrática, es decir, una vida política independiente de la esfera estatal. Permitir es, evidentemente, una palabra equívoca. Esas libertades no son regalos de los oligarcas. Fueron ganadas mediante la acción democrática, y si conservan su efectividad es sólo por esta acción. Los 'derechos del hombre y del ciudadano' son los de quienes les dan realidad"" (2). Es en esa cuidadosa disección de la retórica que acompaña y enmascara a los sistemas democráticos, donde la finura del viejo Rancière persevera. En un libro de propuestas confusas. Como el mundo que describe. No es el mejor de los suyos. Pero está bien saber que Jacques Rancière sigue dando batalla. (1) Jacques Rancière: El odio a la democracia; págs. 103-4. (2) Op. cit., págs. 106-7."

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