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Apelación por el condenado rojo

Por José Fernández Vega 6 de enero de 2007

Publicado en Diario Clarín - Suplemento Ñ

"Si, como afirmó el poeta Schiller, el tribunal del mundo es la historia del mundo, entonces el comunismo recibió alrededor de 1990 una condena histórica drástica, en apariencia inapelable. Fue entonces cuando se autodestruyó no con estrépito, sino entre suspiros de alivio o de pena. Su emergencia victoriosa en 1917 parece hoy un accidente remoto, aunque desencadenó una persistente guerra civil internacional que signo todo el siglo XX. Los sistemas  de esa experiencia suelen producir bochorno entre los antiguos camaradas. China degeneró en una especie de capitalismo perfecto en el cual se combinan riquezas escandalosas, bajos salarios y represión a la libre actividad sindical. China simboliza en el siglo XXI el triunfo de la condición manchesteriana que había repugnado a Marx en el siglo XIX. Una mezcla de Mao y de Confucio, para sorpresa de la sociología de Weber, superó al protestantismo como atmósfera cultural propicia para la reproducción del dinero y de la mercancía. Un aliado chino, Corea del Norte, hace por su parte todo lo posible por imitar el estereotipo que Hollywood forjó del comunismo. El país, una pesadilla policial y una catástrofe económica, tiene recurrentes crisis alimentarias. Está liderado por un déspota que teme a los aviones y heredó el poder de su padre tal como sucedía en el mundo previo, no al de la toma del poder por los soviets, sino al de la caída de la Bastilla. En su por lo demás precario programa nuclear radica su posibilidad de extorsionar para conseguir embarques de trigo. Corea vive a expensas de las amenazas regionales que puede difundir, no de las simpatías internacionales que es capaz de suscitar. En eso se diferencia de Cuba, cuyo régimen parece hoy, coyunturalmente al menos, más complicado por la biología que por la lucha de clases. Las críticas a la palmaria falta de libertades civiles en la isla se enfrentan siempre con el argumento de que ningún país vecino puede exhibir mejores indicadores sociales, aun cuando Cuba atravesó por la mayor postración económica de su historia. Contra todos los pronósticos, Castro sobrevivió al huracán que supuso la acción combinada del fin de los vitales subsidios soviéticos y del recrudecimiento del bloqueo estadounidense. Superó el aislamiento que le impuso el clima ideológico triunfante en los años 1990 y, según relató Fidel al periodista Ramonet, no cedió a los desinteresados consejos de socialistas modernos como Felipe González que lo incitaban a privatizar todo y rápido. El propio González pudo constatar los ventajosos efectos de esa receta el 19 de diciembre de 2001 desde el despacho de Fernando de la Rúa en ocasión de otra desinteresada visita a su correligionario de la Internacional. Sin embargo, el sistema cubano perdió atractivo como faro político masivo, aunque preste asesoramiento a algunos gobiernos del rampante neo-antiimperialismo sudamericano validados por las urnas. La palabra comunismo se introdujo para marcar una diferencia con el socialismo, corriente ya influyente en la Europa del siglo XIX, y a cuyo ideario de reformas evolutivas más o menos bien intencionadas Marx y Engels opondrían en 1848 su revolucionario Manifiesto Comunista. En el siglo XX fue Lenin quien rescató el término para tomar distancia de los importantes partidos social-demócratas de su época y organizar la insurgencia mundial. A fines del mismo siglo, toda esa historia, al mismo tiempo trágica y refinada, épica y atroz, parecía haber muerto para siempre con el triunfo global de la democracia de mercado. Alain Badiou no se resigna a darla por perdida. En su breve libro De un desastre oscuro, Badiou discute los problemas de la emancipación humana, algo que ya casi nadie hace ni en el mundo ni en nuestro contexto circunstancialmente entregado a los placeres masoquistas del ítalo bio-derrotismo que ganó terreno tras una multitudinaria —y pasajera— primavera spinoziana. El boom de la charla biopolítica testimonia una trasmigración hacia una especie de escolástica foucaultiana, aunque sin rabia ni aspiración popular visible. Este enfoque apenas sirve de consuelo a la nunca mencionada herida narcisista ocasionada por Berlusconi, cuyo régimen mediático destituyó al otrora influyente intelectual público reduciéndolo al papel de amargo erudito en su cenáculo, profesor expuesto al ridículo televisivo. Badiou, en cambio, acusa con claridad el golpe que para toda la cultura de izquierda significó el derrumbe del mundo comunista. En su opinión, este último término debe adquirir un nuevo sentido, limpio de la sangre con que lo insultó el llamado ""comunismo real"" con su despotismo de partido Estado. Es preciso recuperar el orgullo con el que Sartre afirmaba que “todo anticomunista es un perro” puesto que era una posición característica de los opositores al “nosotros”, esos egoístas guardianes de la propiedad entendida como esencia de la civilización. Para Badiou el comunismo es el concepto eterno de la subjetividad rebelde. En esta bella frase se concentran los problemas de su análisis. El Estado, destinado a ser suprimido por el comunismo, terminó reforzado por éste, y perfeccionado en su costado más represivo. Según Badiou, el Estado constituye una institución y un concepto que debe ser erradicado del programa y del vocabulario de cualquier política auténtica, porque sofoca la independencia personal, la libertad verdadera que encarna la palabra comunismo. Badiou se une así a las ya pobladas filas de pensadores políticos que centran sus esperanzas en el individuo, o en organizaciones sociales espontáneas sin jefaturas, y abominan del Estado como espacio sólo autoritario, cuyo control no se debe disputar puesto que es una realidad política a suprimir. ¿Acaso no lo está erosionando ya la globalización? Cabe preguntarse, empero, quién será capaz de domesticar ese desbocado fenómeno mundial en ausencia de Estados nacionales. ¿Quién cumplirá las funciones de la ""mano izquierda"" estatal, según la denominó Pierre Bourdieu, ocupada de regular y distribuir, atenuando la barbarie de la desigualdad mientras no se la pueda superar? Lo que según Badiou nos demostrarían acontecimientos como los procesos de Moscú de la década de 1930, la opresión soviética a la Europa del Este a partir de la segunda posguerra, o el estancamiento que sobrevino en los años 1970, es que Estado y comunismo no se llevan bien, que el primero tampoco puede constituir esa fase transitoria que el segundo necesita para defenderse y asentarse, sino que representa más bien su persistente negación. Si la subjetividad política no halla fuerzas para sostenerse a sí misma, entra en alianzas con un aparato esencialmente criminal. Porque durante el siglo XX los Estados, sin exceptuar a los ""comunistas"", han estado involucrados en todas las matanzas: las más atroces represiones políticas, los exterminios irrepresentables, las guerras totales y sus incalculables víctimas. Así, la URRS y su caída no atestiguarían la derrota del comunismo sino más bien su ausencia y su necesidad imperiosa. Hay que interrumpir la imperante alianza entre democracia y lucro privado que deriva en los conocidos efectos empobrecedores a nivel global, asegura Badiou. Para este enfrentamiento, se vuelve preciso romper primero la asociación entre comunismo y Estado heredada de los dramáticos fracasos del siglo XX. En resumidas cuentas, se hace necesario salvar a la democracia del capitalismo y al comunismo de la cruel burocracia política que lo ahogó. No se pueden abandonar esas palabras —democracia, comunismo— al degradado apetito de los perros. Evitando todo enfoque estratégico —el tipo de perspectiva que, para bien o para mal, obsesionaba a Lenin y a sus legendarios, vencidos seguidores— Badiou sólo aporta más poesía al desastre que denuncia. Que su elocuencia heredera de la Francia militante tenga una calidad política más intensa que el decadentismo parisino de profesores de Milán o de Nápoles no lo hace más eficaz. Badiou vuelve al comunismo un tema casi personal, subjetivo. Lo colectivo parece para él un simple agregado de individuos, algo por definición insostenible según su admirado Sartre. Al contrastar la política con su pretendidos opuestos —poder y Estado— Badiou se enfrenta, inesperadamente, con un ácrata destino foucaultiano. Sin embargo, el canal por el que transcurre su reflexión, al igual que en su momento la de Foucault, sigue siendo eminentemente político. Así se establece una nítida diferencia con los actuales lamentos editoriales, en parte inspirados en Foucault, originados en una cultura como la italiana, célebre hasta hace 15 años por la capacidad única de sus intelectuales para combinar las más abstractas lecciones de la biblioteca con los vitales movimientos de la calle. El florecimiento de un ""mundo comunista"" italiano en la inmediata posguerra resultó esencial para el florecimiento de originales intelectuales públicos come parte de una peculiarmente enérgica cultura cívica, ahora arrinconada por el entretenimiento electrónico y el consumo individual. Aquel mundo se articulaba alrededor de los seguidores (y los rivales izquierdistas) del PCI, el partido comunista más numeroso de Occidente. Aunque tempranamente liberado del yugo de Moscú, y consagrado al sistema electoral, el PCI se derrumbó igualmente, arrastrado por un colapso ideológico generalizado que desbordó tanto realidades como símbolos. Cuando Badiou apunta contra los desvíos que el comunismo soviético sufrió por su obsesión estatal, y postula en consecuencia la necesidad de abandonar en el futuro los vínculos con el Estado (pues éste sería la negación misma de la libertad política), arriesga perder al bebé arrojándolo junto con el agua sucia de su baño. ¿Por qué fetichizar al Estado como origen de todos los males —capitalistas o comunistas— emulando así un dogma libera sin siquiera advertirlo? A pesar de todas sus ineficacias,  corrupciones y habituales complicidades con el capital, más que con los ciudadanos, ¿se justifica hoy entregar también “a los perros” el términos Estado? ¿Resultará eficaz concentrar las apuestas en una improbable “subjetividad” sin dimensión social identificable? Estas discusiones perfilan cuestiones teóricas cruciales sobre las que hoy cualquier actitud alternativa se debe definir. Acertado o no, el enfoque de Badiou tiene el mérito de llamar la atención acerca de la urgencia y la profundidad de esos dilemas. Un penetrante epílogo advierte en este libro que la pérdida de presencia cultural del Estado —noción central del pensamiento político de los últimos tres siglos— en ningún lugar sería más evidente que en el capitalismo dominante. El Estado se volvió incapaz de fijar normas sustantivas, de establecer orientaciones intelectuales o morales suscitando debates y oposiciones. Su función se vio restringida a la que imaginó para él un liberalismo total: la de custodio de los bienes y de las ""reglas de juego"". Eras reglas, puramente formales, hacen que la verdad ya no habite en el seno de la política, sino que haya emigrado hacia el espacio personal, relativo a cada individuo. El único marco realmente común es el mercado. La reducción de la política a Derecho, propia del apático Estado parlamentario corriente en nuestros días, se corresponde con una cultura relativista en la que la verdad se halla ausente de la discusión cultural. La verdad se reduce entonces a funciones operativas, se aplica al dominio de la productividad técnica. En la crítica a las derivas del Estado actual el ""comunista"" Badiou brilla más que en su propuesta de un subjetivo comunismo individual y anárquico que supere —nadie sabe cómo— al régimen canino de la política contemporánea. Las armas de la crítica casi terminan por desarmar sus propios planteos positivos. El breve libro de Badiou es representativo de una actitud generalizada de la izquierda, a la cual las tragedias del siglo XX, y sus propios fracasos sangrientos, enemistaron para siempre con la noción de Estado. Ese pensamiento se volcó entonces hacia el lado de la subjetividad filosófica, renunciando a la organización y al análisis social. El alegato que Badiou hace en su libro contra el fallo del tribunal de la historia difícilmente pueda prosperar. El juez, por desgracia, no se puede recusar. Habrá que modificar la defensa."

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