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Baudrillard y las agonías del arte

Por Iñaki Esteban 31 de enero de 2007

Publicado en El Correo / La voz digital

"Apropiación, simulación, simulacro: estos términos se volvieron comodines en el mundo del arte allá por los años ochenta en Estados Unidos y a partir de los noventa en todos los lados, y quien no los utilizaba estaba out, fuera de la moda, de la circulación, de las exposiciones colectivas que trataban de marcar tendencia. Insinuar siquiera en susurros que un cuadro o una escultura tenían que ver con la autenticidad —palabra tabú—, o con la expresión de un artista, era la mejor manera de condenarse a las frías mazmorras de la indiferencia. La estadounidense Sherrie Levine ganó renombre internacional sacando fotografías de fotografías clásicas —de Walker Evans, por ejemplo—, las cuales mostraba tal cual. Su portentosa treta, su gran aportación, consistía en poner sobre el tapete el tema de la autoría, en dibujar la delgada línea que separa el original de la copia. Hasta donde uno sabe, Levine cobraba en dinero auténtico, original —nunca copias de billetes—, pagado por personas y museos que se creían (¿o no?) la autenticidad de su discurso.  La inspiración para estas corrientes artísticas procedía del post-estructuralismo francés, una etiqueta más bien norteamericana, en la que cupieron Jacques Derrida, Michel Foucault, Jean-François Lyotard y Jean Baudrillard. Fue este último quien más teorizó sobre el simulacro, sobre la victoria de la representación hiperreal ante la modestia de las realidades, un triunfo ejemplarizado en la pornografía, donde el sexo explicitado al detalle se muestra como algo más real que su más prosaica realidad. Nada que ver Baudrillard se queja ahora de que los artistas no entendieron del todo bien lo del simulacro, en un libro interesante y —cómo no— provocador, titulado El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, publicado por la editorial argentina Amorrortu, que acaba de empezar su aventura en España. «Serví, a mi pesar, de coartada y de referencia, y ellos, tomando al pie de la letra lo que dije, pasaron ante la simulación y no la vieron», se excusa Baudrillard por la profusión con que se utilizó su nombre en una exposición sobre las nuevas tendencias en el museo Whitney de Nueva York, donde él había dado, por lo demás, conferencias en auténtico loor de masas.  ¿Qué pegas le pone ahora Baudrillard al arte contemporáneo? Sobre todo, la inanidad, el aburrimiento, el agotamiento, la nulidad, el darle vueltas a lo mismo con un despliegue técnico más o menos hábil pero sin ofrecer un mínimo de alimento para la inteligencia: algo así como una gran anorexia mental provocada por la bulimia de los artistas. Lo de Duchamp y su urinario pudo tener gracia, lo mismo que las cajas de detergente Brillo de Andy Warhol. Pero repetir el mismo chiste ad nauseam provoca bostezos y la sensación de que esto es, efectivamente, la agonía del arte.  Vocear la muerte de Dios, del hombre, de la civilización occidental, de la familia, de la locura, etcétera, ha tenido un gran predicamento entre los intelectuales, a pesar de que estas profecías no se hayan cumplido. En el caso del arte, también se ha jugueteado con su cadáver como siempre suele hacerse en estos casos, como una mezcla de atracción y repulsión.  El diagnóstico de Baudrillard se resume en el encabezamiento de uno de sus artículos recogidos en este volumen: el arte contemporáneo se compone de «imágenes en las que no hay nada que ver», y «se dedica a apropiarse de la banalidad, del desecho, de la mediocridad, como valor y como ideología». Por supuesto, bajo estas grandes declaraciones hay siempre una injusticia que no respeta lo particular de propuestas que aún tratan de decir cosas sin un exceso de retórica ni de pedantería. Es el peligro, inevitable, de las generalizaciones. Por lo demás, en el auge actual de un cierto tipo de foto se pueden ver plasmados los juicios del pensador parisino: en ellas se retratan personas normales, neutras, que no parecen tener nada relevante que decir, o seres marginales que azuzan la curiosidad sensacionalista y como mucho agregan un comentario demasiado evidente. «La nulidad, la insignificancia, el sinsentido. Ya no hay juicio crítico posible, sólo un reparto amistoso —necesariamente de comensales— de la nulidad. Tales son el complot del arte y su escena primitiva, relevada por todos los vernissages, encuentros, exposiciones, restauraciones, colecciones, donaciones y especulaciones », sintetiza Baudrillard.  La obra del sociólogo francés revela un cierto estado de ánimo entre unos espectadores que no es que no entiendan: es que intuyen que no hay nada que entender. Un sentimiento de frustración sustituye entonces al placer o a la provocación del pensamiento. Citas abusivas, copias e imitaciones con una absoluta carencia de rigor intelectual se suceden en un mundo en el que la sensación de pufo, antes exclusivo de los no-enterados, está a la orden del día.  A pesar de sus intenciones higiénicas, en el discurso de Baudrillard se halla también el peligro de un cierto inmovilismo conservador. A él le gustan Warhol, Hopper y Bacon. Pero decir eso es como no decir nada. Una nulidad. El desembarco de Amorrortu La histórica editorial argentina Amorrortu ha llegado a España con un catálogo rico y bien surtido en materia de ciencias humanas. Hasta hace unos años, suplió la carencia española en autores clave del pensamiento del siglo XX, como Adorno y Horkheimer, y ahora se presenta con un colección de bajo coste, alto nivel y marcado acento francés, titulada Nómadas. En ella se ha publicado una entrevista de Jacques Derrida, el padre de la deconstrucción, con Jean Birnbaum con el título de Aprender por fin a vivir. También se acaba de editar una introducción al pensamiento del filósofo firmada port Maurizio Ferraris. Entre los libros curiosos, el de Jean-Luc Nancy, El intruso. El pensador galo cuenta en una especie de diario cómo vivir o sobrevivir a un transplante de corazón."

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